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Guillermo Castro H.

La crisis socio-ambiental global ha estimulado el desarrollo de formas innovadoras de poner el conocimiento al servicio de la sostenibilidad del desarrollo humano. Eso es necesario, por ejemplo, para fomentar prácticas productivas más armoniosas con las limitaciones de los sistemas ambientales; generar formas de organización productiva correspondientes al carácter innovador de esas prácticas, e identificar sus vínculos de afinidad y conflicto con el pensamiento económico dominante.

Entre nosotros, esto se vincula a los conflictos asociados a la transformación de la naturaleza en capital natural, y al que tiene lugar entre los sectores económicos que procuran agregar valor a recursos naturales como el agua y la biodiversidad, y aquellos cuya prosperidad ha dependido del acceso a menudo gratuito a los ecosistemas que proveen esos recursos. Encarar estos conflictos demanda un marco de referencia para orientar la asignación de recursos escasos entre fines múltiples y excluyentes en la lucha por la sostenibilidad del desarrollo humano.

En esto es necesario partir de que, siendo el ambiente el producto de las interacciones entre la sociedad y su entorno natural, quien aspire a un ambiente distinto deberá contribuir a la construcción de una sociedad diferente. Así, una economía de la sostenibilidad debe encarar el hecho de que los modelos económicos y empresariales dominantes no fueron diseñados para los tiempos en que vivimos.

Lo ambiental, en efecto, constituye un eje de organización cultural finalmente inasimilable por las estructuras de gestión del conocimiento creadas entre 1850 y 1950 para garantizar el crecimiento económico sostenido, y no la sostenibilidad del desarrollo humano. La crisis ambiental, sin embargo, demanda una gestión del conocimiento capaz de vinculare de modo nuevo con la gestión la de los procesos de producción material.

Así, una economía ambiental no puede asumir a la naturaleza como capital natural, ni a los elementos naturales como recursos gratuitos para actividades productivas. Lo que hace de la biodiversidad un recurso, por ejemplo, es el trabajo socialmente organizado para su aprovechamiento.  Si ese trabajo tiene un carácter extractivo, destruye más valor del que agrega.  Si se orienta hacia el manejo de los ecosistemas para preservar y fomentar su capacidad para sostener una biodiversidad abundante, el valor agregado resulta mucho mayor.  

Esto significa que el desafío mayor de una transición entre economías finalmente antagónicas radica en fomentar el capital natural mediante el fomento del capital social. Aquí se trata, en breve, de escoger entre los inconvenientes de una tasa de ganancia menor, o los de la destruir la capacidad de la naturaleza para proveer las condiciones que hacen posible cualquier producción.

Para que esto sea un problema político debe ser primero un problema cultural, pues la política, a fin de cuentas, siempre es cultura en acto. La economía que necesitamos será la de la sostenibilidad, o no será. Cuando lleguemos a esa meta nuestros problemas de hoy se verán reducidos en lo más sencillo a cucos para asustar niños, y como el último capítulo en la historia de la barbarie, en lo más complejo del quehacer de los filósofos.