Por: Guillermo Castro H.
Es el tormento humano que para ver bien se necesita ser sabio, y olvidar que se lo es.
La posesión de la verdad no es más que la lucha entre las revelaciones impuestas de los hombres.
Unos sucumben y son meras voces de otro espíritu.
Otros triunfan, y añaden nueva voz a la de la naturaleza.”
José Martí, “Emerson”, 1882.
El movimiento ambientalista panameño inició su formación a fines del siglo XX. Emergían entonces las responsabilidades ambientales derivadas del Tratado Torrijos Carter, y se aspiraba a participar en la elaboración de aquella agenda ambiental global que encontraría expresión en la Carta de la Tierra aprobada por las Naciones Unidas en 1992. Aquel ambientalismo logró conectar nuestros problemas ambientales con los de la Humanidad entera; resaltó la importancia de nuestros ecosistemas para la biosfera; contribuyó a sentar las bases de nuestra cultura ambiental, y a fortalecer una institucionalidad ambiental entonces incipiente.
Como es natural, ese proceso compartió algunas características de nuestra sociedad. Ha tendido a ser legalista, como nuestra cultura política; cientificista, como el legado de la cultura científica norteamericana en Panamá y de nuestro positivismo liberal, y más cosmopolita que popular, al buscar su legitimidad en sus vínculos con organizaciones internacionales antes que con sectores sociales vinculados a problemas y conflictos socio-ambientales.
Estos rasgos de origen permiten comprender el peso del conservacionismo – a menudo de carácter conservador – en la cultura de este ambientalismo. Desde allí cabe entender que para comienzos del siglo XXI este ambientalismo no haya generado un vínculo relevante con campos del saber de creciente importancia en la cultura ambiental de nuestro tiempo, como la economía ambiental, la ecología política y la historia ambiental, ni con el debate que demandan temas como el Antropoceno, el decrecimiento, el extractivismo y el carácter socio-ambiental de la crisis en nuestras relaciones con la biosfera, tan relevantes en nuestra América.
Esto, lamentablemente, tiende a limitar el aporte del ambientalismo conservacionista a la transición hacia formas de interacción con la biosfera más favorables a la sustentabilidad del desarrollo humano en Panamá, que ya vive una circunstancia inédita en su historia ambiental. En efecto, el agotamiento de un modelo de relación con la biosfera sustentado en la explotación extensiva de ventajas comparativas como la posición geográfica y la abundancia de tierras, que data del siglo XVI, demanda hoy pasar al aprovechamiento sostenido de ventajas competitivas, como la abundancia de agua, de biodiversidad y de las capacidades del territorio para la conectividad interoceánica, tan importantes en aquella que Richard Cooke llamaba nuestra “historia profunda”.
Aquí conviene recordar que el ambiente es producido por las intervenciones humanas en la biosfera mediante procesos de trabajo socialmente organizados. Por lo mismo, si deseamos un ambiente distinto tendremos que construir una sociedad diferente. Comprender y asumir las responsabilidades que eso implica ya es la tarea mayor de todas las corrientes del ambientalismo contemporáneo, para contribuir desde sus logros de ayer al futuro del desarrollo humano en Panamá.
Alto Boquete, Chiriquí, 1 de octubre de 2014