Guillermo Castro
Cada cierto tiempo resurge el debate entre conservación y desarrollo, un diálogo fundamental que nos invita a reflexionar sobre nuestra relación con el entorno natural y cómo avanzar hacia un desarrollo verdaderamente sustentable. Sin embargo, este debate a menudo se estanca cuando confundimos desarrollo con crecimiento económico sostenido. Esta confusión ha hecho naufragar aquella teoría de mediados del siglo XX que veía el crecimiento como un factor necesario, pero no suficiente, para el bienestar social y la vida en democracia.
La raíz de esta confusión radica en la apropiación, por parte de la economía, de un término que proviene de la biología. En biología, desarrollo describe el proceso de formación, maduración y muerte de un organismo, sea una especie, un ecosistema o un sistema ambiental. En cambio, en el ámbito económico, el desarrollo se entiende como una modalidad de interacción de la especie humana con la biosfera, una relación que comenzó a forjarse en el siglo XVI y que muchas veces se presenta como natural para legitimarla, cuando en realidad es un fenómeno histórico y, por ende, perecedero.
El verdadero tema de debate son las consecuencias de que, como dijo José Martí hacia 1880, “la intervención humana en la Naturaleza acelera, cambia o detiene la obra de ésta”, y que “toda la Historia es solamente la narración del trabajo de ajuste, y los combates, entre la Naturaleza extrahumana y la Naturaleza humana”. Desde esta perspectiva, podemos decir que el desarrollo que conocemos trabaja contra la naturaleza, no en armonía con ella, generando consecuencias que atentan contra la sustentabilidad de nuestro propio desarrollo.
Los problemas ambientales actuales exigen que vayamos a la raíz de nuestras relaciones con el entorno natural. Mientras estas relaciones sigan al servicio de la acumulación infinita de ganancias, la organización de los procesos de trabajo mediante los cuales interactuamos con la naturaleza también estará orientada hacia ese objetivo.
Para aquellos que estaban dispuestos a verlo, esto ya se veía venir. En 1956, el geógrafo estadounidense Carl Sauer afirmaba que habíamos “alterado y desplazado segmentos cada vez mayores del mundo orgánico”, convirtiendo a nuestra especie en “el dominante ecológico en más y más regiones”. Según Sauer, el uso responsable de los recursos naturales había sido reemplazado por “una simple confianza en las capacidades del avance ilimitado de la tecnología”, lo que hacía que “la capacidad para producir y para consumir […] se convirtieran en las espirales paralelas de la nueva era”. Y se preguntaba: “¿Con qué propósito estamos sometiendo el mundo a un creciente impulso de cambio? ¿No deberíamos acaso admitir que mucho de lo que llamamos producción es, en realidad, extracción?”
Ha llegado el momento de entender que, si deseamos un ambiente diferente, tendremos que construir sociedades radicalmente distintas. Esta transformación implica pasar de un trabajo contra la naturaleza a un trabajo en armonía con ella, en el marco de una estrategia de decrecimiento programado. Este enfoque no solo ayudaría a prevenir la inequidad en nuestro propio desarrollo, sino también a mejorar nuestras relaciones con los sistemas ambientales que sostienen toda forma de vida en la Tierra.
En torno a este dilema raigal, se posicionan todas las corrientes del ambientalismo contemporáneo.